Records cinèfils dels nostres lectors

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Un dels nostres lectors, el Raul Sánchez, ens envia un escrit molt detallat i literari sobre alguns records cinèfils de la seva infantesa que vol compartir amb vosaltres.



Mis primeros recuerdos relacionados con el cine se funden y entremezclan en mi marchita memoria. Me gustaría poder asegurar que la primera vez que vi una película en un cine fue en el desaparecido Fémina de Passeig de Gràcia. Me acompañaban mi madre y mi amigo, que era también mi vecino –vivía en mi misma escalera, en el piso de abajo, en la Calle Alcalde de Móstoles- y mi compañero de clase. Tendríamos seis o siete años. Una amistad que se perdió, como la mayoría de mis recuerdos de aquellos años. Se trataría entonces de Fantasía de los estudios Disney. No fue una experiencia grata: el largometraje me resultó, en exceso, eso: largo. Aún hoy me resulta una película fastidiosamente interminable y mis oídos cuarentones de madera carcomida siguen empecinados en no dejarme disfrutar de la música clásica, por lo que sigo siendo el clásico inadaptado al género.

De aquella tarde soleada, seguramente otoñal, queda poco más que la sonrisa malintencionada, apesadumbrada, burlona, decepcionada y lastimera que de tanto en tanto me dedica mi madre cada vez que me debatía yo en mi butaca, a pesar de las sombras visiblemente aburrido e incapaz de mantenerme quieto en la misma. En uno de mis espasmos de hastío llegué a levantarme, quizás para colocarme bien mi ropa interior debajo del pantalón –corto por más señas- allí donde la espalda pierde su nombre, y al volver a sentarme no me percaté de que la butaca era plegable, por lo que me senté poco elegantemente en el suelo perdiendo no sólo la escasa dignidad que pueda tener un niño obligado a vestir calzones y calcetines hasta la rodilla sino también mis palomitas, que volaron, poco gráciles, hasta aterrizar casi de inmediato posándose sin decoro sobre todo aquel que estuviera lo bastante cerca. Si La consagración de la primavera ocultó lo aparatoso y ridículo de mi caída, Stravinsky no resultó tan magnánimo con las sonoras risotadas de mis acompañantes. Ni la oscuridad de la sala con la vergüenza sonrosada que afloraba en mis mejillas.

En una galaxia lejana, muy lejana, cohabitan El pequeño lord y Annie. Si de la de Lucas puedo decir que conservo partes íntegras de sus diálogos, debido sin duda a que la he visto más veces que años han transcurrido desde su estreno, de las otras no podría ni atreverme a esbozar, siquiera timidamente, su argumento. Quizás sólo, con fingido convencimiento y quebrantable fe, acertaría a decir que tanto Annie como el lord son huérfanos y que alguna de ellas, si no ambas, son musicales. Tal vez fuimos al ABC, al Waldorf o al Fantasio, pero siempre, siempre me acompañaba mi madre.

La cosa se tuerce cuando dejó de hacerlo. Las experiencias se tornan más vívidas cuanto peor recuerdo se tiene de la experiencia. Sin duda antes de ello hay un sinfín de películas que han caído, o están a punto de hacerlo, en el olvido (en mi particular olvido): películas de animación como Peter Pan o la Dama y el vagabundo, de aventuras como En busca del arca perdida o de difícil calificación como Quien tiene un amigo tiene un tesoro.  Pero llega un momento en la vida de todo niño en que se tiene la certeza, en mi caso errónea, de que ha dejado atrás esa niñez que tanto – y tanto tiempo- ha de añorar después. Tal fue mi caso. Y así llegó el día en que, dejándome arrastrar por mis primos (cuatro y siete años mayores), me encontré, por fortuna asido –por primera vez ante la taquilla de un cine- de la mano de mi progenitor, que era quién nos acompañaba en esta ocasión: una salida exclusivamente para hombres; pidiendo tan educadamente como orgulloso cuatro entradas de platea para Poltergeist a la taquillera del Coliseum.

Aún hoy despierto a media noche viendo como un árbol terrorífico hace añicos los cristales de esa habitación del niño que aún soy, como sus ramas me asen de una pierna tratando de arrancarme de mis arrugadas sábanas y como mis pavorosos gritos se ahogan formando un diminuto reguero de saliva en mi almohada. Cuando despierto, espantado y sudoroso, aún puedo sentir la confortable y protectora calidez de la mano de mi padre sacándome del cine entre filas de butacas interminables mientras mis pies apenas rozan la moqueta del pasillo. Luego un simpático mexicano vestido con uniforme naranja, escoba en ristre, disipa todos mis miedos. ¡Bienvenidas sean las multisalas! ¿O tal vez anduvimos la escasa distancia que nos separaba del cercano Club Coliseum?

Las burlas y chanzas de mis primos -de camino al parking a buscar el 131 Supermirafiori de mi padre, ellos ufanos de su valor al sobrevivir a una casa encantada edificada sobre un viejo cementerio indio (o algo así), yo soñando con labrarme un digno futuro como Don Napo, protagonista de El barrendero, siempre dispuesto a ayudar a sus congéneres en una urbe idílica (¡bendita inocencia¡) como, pongamos por caso, Ciudad de México- mutilaron los recuerdos de mis aún recientes miedos.

Con todo, cabe decir que, después de aquel día, mis salidas al cine se hicieron más espaciadas y mucho más selectivas: escogí tanto a mis acompañantes como la sala, y con mucho más esmero y tacto la película en sí y sobre todo el género.

Al Coliseum volví años más tarde. Me acompañaban otra vez mi primo (el que en Poltergeist -y todavía ahora- me sacaba cuatro años) y su novia de entonces (que es su mujer ahora). Acudimos a ver Flashdance. La película me gustó casi más que a Alejandra. Gracias a ella -a aquella chica maliciosa que se sentó entre ambos en el cine y a la que ahora tildaría como mi particular “prima de riesgo”- mis profesores consiguieron por fin que venciera mi animadversión a los diccionarios. Salíamos comentando no recuerdo que escena –si lo recuerdo o no es cosa mía- cuando ella me preguntó si durante la misma había tenido una erección. No supe que contestarle. Ellos se rieron un buen rato sin que yo comprendiera porqué hasta que se cansaron de mí y se entregaron a  besarse apasionadamente mientras esperábamos el autobús. Así que al llegar a casa busqué la palabreja en el diccionario.

Crecí menos de lo deseado y esperado por mis padres pero bastante más deprisa de lo que me hubiera gustado a mí. Pasaron muchos años, muchos más,  antes de que volviera al cine a ver una película de terror. Para entonces ya me hallaba felizmente casado, había cambiado de ciudad, tenía mis buenos treinta años y unos sobrinos políticos que habían quedado temporalmente a nuestro cargo. Tenían once y catorce años.  Mi mujer y yo tuvimos la ocurrencia de llevarlos una tarde al cine y, como no podía ser de otra manera, les dejamos escoger película. Eligieron Los otros.

Mis muchos intentos por disuadirlos fueron del todo en vano. Para cuando salimos de casa mi mujer ya los había amenizado con todas las anécdotas que mis miedos vergonzantes habían creado durante mi escasamente terrorífica –al menos cinéfilamente- existencia. Nos dirigimos al cine paseando: era una apacible tarde de verano. Compré las entradas y con la sala aún plenamente iluminada buscamos nuestras butacas. Durante la larga y tensa espera (siempre he pecado de un exasperante exceso-por defecto, en el sentido estricto- de puntualidad) traté de serenar mi creciente nerviosismo tarareando algo que bien podría ser La primavera de Vivaldi y parecerse en mis labios a la estridente La consagración de la primavera de Stravinsky. En cualquier caso yo me encontraba alienado en una fantasía fantasmagórica y aterradora que no hacía sino acrecentar mi desazón. Para cuando se apagaron las luces y empezaron los trailers ya no pude contener las ganas de dirigirme al lavabo.

Cuando me levanté no me pasó por alto la burlona mueca que me dedicó mi mujer. Me disculpé para con mis vecinos mientras trataba de no pisarlos de espaldas a la gran pantalla. Al empezar a desandar el empinado pasillo de la platea hacia la salida me pareció que alguno de mis sobrinos socarronamente soltó un “ese ya no vuelve”. Torcí a la derecha por el amplio hall donde la mezcla del dulce y el salado de las diferentes palomitas acabaron de revolverme el estómago. Subí unas escaleras y volví a torcer a la derecha para, al fin, encontrarme en los excusados. Abrí un par de puertas antes de encontrar una taza que se ajustara a mi concepto de salubridad. Tuve que bajarme los pantalones y sentarme antes de poder cerrar la puerta, cosa que hice con extrema brusquedad y sintiendo ya una gota de frío sudor que me descendía por la espalda hasta la rabadilla y se colaba lentamente entre mis nalgas. Me alivié tan repentinamente y con tanto estruendo como cerré la puerta. Sólo entonces vi que el pomo de la misma yacía en el suelo en un leve balanceo apenas perceptible. Se detuvo. Y quedó inmóvil. Y quedé inmóvil, con los pantalones por los tobillos contemplando absurdamente aquella pieza redondeada y cobriza. Me giré bruscamente sabedor de que no encontraría el necesario y deseado papel. Me equivoqué. Sólo a medias: efectivamente, me hallaba encerrado en aquel hediondo y diminuto retrete.

Transcurrió algo más de una hora antes de que el acomodador entrara en el lavabo y oyera por fin mis gritos de auxilio. Aún pasaron unos cuantos minutos más antes de que, ayudado por otros empleados de la sala, consiguieran abrir la puerta y sacarme de allí. Acepté sus disculpas pero no consentí en que me abonaran el precio de la entrada. Cuando conseguí por fin librarme de todo el personal que se interesaba por mí y me presentaba sus disculpas me encontré a media escalera enfrentado a las miradas jocosas y recriminatorias a partes iguales de mi mujer y de sus sobrinos.

Aún hoy no he conseguido convencerlos, ni a ellos ni a nadie que conozca mi aversión al cine de terror, de que la rotura del pomo no fue un acto intencionado.

Tampoco he visto aún Los otros.

Raul Sánchez

1 comentari :

Joan ha dit...

Genial pieza (muy bien escrita). Me ha encantado la pasión del principio y el atropellado final.

Todo el mundo tiene pelis malditas. la tuya es LOS OTROS. Un cosejo: No la veas y deja que siga siendo maldita. Es su destino. :)